Una ciudad con encanto que parece
situarte de pronto a la época medieval, quizás por sus largas calles repletas
de adoquines, o bien por los carros de caballos que transitan en ellas todo el
tiempo. Respecto a la arquitectura de las casas hay que decir que es difícil
decidirse por cual es su mayor encanto, ya sea por la parte frontal donde se
encuentran las coloreadas fachadas que ilustran sus calles en forma de
arco iris, o bien por el conjunto de azoteas que se esconden en lo mas alto de
la parte trasera, habitualmente con alguna que otra mesita para desayunar o simplemente
ver las estrellas cuando cae la noche.
Durante el día los colores en sus
fachadas hacen de ésta linda ciudad un espacio donde el simple pasear se
convierte en continuos destellos de luz en tus ojos. Sus habitantes se
esfuerzan cada día por mostrar la magia que se desprende de cada una de sus
casas: las arreglan, las pintan, las
cuidan, las miman, les dan un encanto especial que en su conjunto acaban
creando un lugar de fantasía.
Por la noche la ciudad se
transforma. El ritmo a base de instrumentos y corazones latentes sale a la
calle para crear espacios donde nuevas miradas conectan, interactúan y
establecen nuevas relaciones. Éste encanto fue lo que produjo que en cuestión
de instantes se formase a nuestro alrededor una gran familia de distintos
lugares (Brasil, Turquía, Alemania, E.U y Cuba). Sin darnos cuenta estábamos
compartiendo un sin fin de reflexiones sobre la vida, la política, la cultura,
etc. Como no, el ron y la cerveza eran los conectores que facilitaban todas
aquellas charlas interminables y a las que cada vez se añadía mas gente. Y es
que, es sorprendente como estas dos bebidas acompañan la vida de todas las
personas de la isla, vengan de donde vengan.
En resumen, Trinidad fue para
nosotros durante cuatro días, un lugar donde el espacio físico conectó con
nuestro cuerpo para desprendernos su encanto acompañado de su magia cultural y
social.
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