miércoles, 25 de julio de 2018

CAÑÓN DEL COLCA: conociendo una de las aves más grandes del mundo


La aventura en el Colca empezó bien temprano, concretamente a las 5:30 de la mañana cuando el autobus nos dejó a la deriva de la oscuridad, el viento fuerte y lo peor...el frío.

No nos creíamos la situación, allí tiradísimos, muertos de frío en un lugar del que nos habían hablado pero que desconocíamos por completo, a oscuras y sabiendo que lo único que podíamos hacer era esperar a que saliese el sol al cabo de 45 minutos y empezara a calentarnos

En estas situaciones es cuando un@ se pregunta...¿Qué hago yo aquí? y la primera respuesta que nos vino a la cabeza fue...SOBREVIVIR!!  Por fortuna, con nosotros bajaron tres mujeres conocedoras del lugar y de aquel clima que muy humildemente al vernos tan "tirados" nos prestaron unos ponchos. Y que milagrosos ponchos!!! Con ellos y el cobijo en el que nos resguardamos, nos hicimos una pequeña cabañita en la que pasamos unos 45 minutos que parecieron horas...

Pero bueno, todo sea por ver a unos pájaros...jajaja la verdad es que dicho así suena muy absurdo, pero la situación nos lo hacía ver de esta manera!!! Cabe decir que a pesar de sufrir nos reímos de dicha situación tan cómica y de "pringados". Aunque no siempre se tiene la oportunidad de ver a los Cóndor con los primeros rayos de luz, y solos! Así que vamos a sacarle lo positivo de haber madrugado, ahorrado un dinero y pasar por esa situación.

Allí estaban, a primera hora de la mañana calentando sus largas alas mientras planeaban de un lado a otro sin casi moverlas, solo para agarrar un pequeño impulso que les permitiese entrar en la corriente térmica de aire. El Cóndor, considerada el ave más grande del planeta y para los incas, la máxima representación del mundo espiritual, se distingue por su bello plumaje negro y un "anillo" de plumas blancas que rodea su cuello. Puede llegar a pesar entre 8 y 11 kg. y medir 3,2 metros de envergadura. Con sus largas alas es capaz de planear hasta 5 kilómetros y para aterrizar baja y extiende sus patas que actúan como frenos. Después de estar contemplándolo casi una hora entendimos el por qué de su majestuosidad, fuerza y elegancia. Era como si dominase a la montaña, como si reinase en aquel cañón.



Pero el Cóndor no fue el único motivo que nos trajo allí. Recorrer el cañón donde vivía y conocer los distintos pueblos que se escondían en él también lo eran. Así que, una vez saciados de tal elegancia aérea, nos dispusimos a emprender el trekking de tres días por los grandes valles del Colca.


Cabanaconde
El primer destino fue el pueblo de Tapay, una ruta de 13 kilómetros desde Cabanaconde, lugar del que partimos y referencia para la mayoría de pueblos que viven en lo más profundo de la montaña. En el inicio del trayecto ya pudimos contemplar la fisiología del cañón. Grandes paisajes que van de los 2000 m. a 5000 m. se reflejaban en nuestros ojos junto a los pronunciados acantilados que desembocaban en lo más hondo de la montaña hasta toparse con el río Colca. Y a los lejos, al otro lado del cañón, podíamos ver aquellos pueblos que daban vida al valle.


Y la pregunta que nos venía en mente al verlos era, ¿de qué vivirá esta gente?, ¿qué es lo que motiva a alguien vivir tan alejado de todo? El panorama que teníamos era un conjunto de pueblos unidos por larguísimas carreteras de tierra y piedra de muy difícil acceso y la percepción de una tierra bien árida sin ganado ni conreo. Así que, para responder estas preguntas solo debíamos de continuar avanzando hasta llegar a los primeros pueblos y conocer acerca de la vida de la comunidad del Cañón del Colca.



El primer trayecto fue duro por el calor y el polvo que se levantaba por la tierra seca al pisarla. Primero, tuvimos que bajar aproximadamente unos 1000 m. de desnivel rocoso para luego poder cruzar el río y enderezarnos camino hacia Tapay, ubicado en la otra cara del cañón a 3000 m. Una subida que exprimió nuestras últimas fuerzas.

Tapay
El trayecto nos permitió conocer el primer pueblo, San Juan de Chuccho. Un conjunto de pocas casas en el que pudimos empezar a responder nuestras dudas iniciales. Por un lado, empezamos a ver expresada la fertilidad de la tierra en numerosos frutales y conreos y por otro, olimos los primeros aires de calma y tranquilidad que alejan a cualquier tipo de estrés. Pasado el pueblo de San Juan, a pocos pero duros quilómetros de subida, encontramos nuestro primer destino, Tapay. En este pueblo de pocos habitantes decidimos parar para recuperar las energías y poder emprender con fuerza el día siguiente. Y sin duda, con aquella cena de sopa caliente repleta de tubérculos, verdura y cereales, junto a un buen filete de carne con papas conseguimos un buen chute de calorías. Pero la comida no solo fue un buen regalo de bienvenida, sino la tranquilidad que se percibía en aquel lugar, el silencio, la parsimonia y la buena energía que nos acompañó durante la cena también nos invitó a continuar descubriendo más pueblitos y empaparnos de este buen ambiente.

Para ello nos fuimos a Fure, un pueblo ubicado a 13 quilómetros y que nos permitió ver otra perspectiva del cañón. En lo más profundo se encontraba aquella villa cuyos únicos habitantes eran Imer, su mujer y su hijo. Ellos, a diferencia del resto, decidieron permanecer allí y emprender el proyecto de hospedaje para recibir a foráneos interesados en conocer la zona. Sin duda, un regalo para nosotros, ya que aquella paz y calma que vivimos en Tapay aún era más presente en aquel ambiente.


Fure

Esta familia fue un claro ejemplo de cómo la ilusión es capaz de superar cualquier esfuerzo y riesgo que implique una decisión. Haciendo frente a la tentativa comodidad que ofrece la ciudad, rechazaron la oferta colectiva de construir un pueblo más cerca de la civilización, y continuar superando los desniveles de 60 grados y las 3 horas de camino rocoso hasta el pueblo más cercano desde donde consiguen la comida y los materiales necesarios para vivir en aquel lugar. Con sus mulas y sus fuertes espaldas continúan superando estas dificultades y manteniendo vivo aquel lugar tan solitariamente bello.

Pero Fure no fue lo único que nos atrajo hasta allí. A dos horas más de senderose encontraba la catarata Huaruro, un buen regalo para emprender al alba siguiente la última etapa de la ruta. Así que, bien desayunados y conscientes de lo que nos esperaba, empezamos los primeros pasos hacia la parte más alta de la ruta para contemplar aquella fuerza en la que brotaba una de las muchas afluentes que recibía el río Colca. Con aquella bonita fotografía grabada en nuestros ojos comenzamos los primeros pasos hacia nuestro último destino, el Oasis de Sangalle.



Allí nos esperaba el premio después de seis horas de sol abrasador, un baño en lo más hondo del cañón, rodeados de las inmensas montañas que lo formaban y escuchando el agradable sonido del agua cuando fluye y choca contra las rocas que se va encontrando por su camino. Parecía surrealista encontrar aquel paraje en aquella zona, pero el humano ha sido capaz de aprovechar el agua del río para crear estas piscinas de agua natural que sin duda, se agradecen cuando llevas a las espaldas muchos quilómetros acompañados de sol intenso. Así que, cuando llegamos, lo primero que hicimos es hacer honor al nombre del pueblo y disfrutar de aquel oasis mientras recordábamos lo vivido durante estos días.



Oasis de Sangalle


Ya solo nos quedaba recuperar las últimas fuerzas para afrontar a la madrugada siguiente el desnivel de 70 grados y 1 quilometro de largo que nos acompañaría hasta la cima, lugar donde se encontraba Cabanaconde. Pero después de todo lo recorrido y vivido durante estos días, este fuerte tramo de 2 horas supo aún más a placer y satisfacción.

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