domingo, 17 de diciembre de 2017

SAN JUAN DEL SUR: vida salvaje


Durante el viaje nos pasan por delante grandes ofertas atractivas que nos toca rechazar si queremos que nuestro viaje dure lo previsto. En el caso de San Juan del Sur, un pueblo en la costa del Pacífico, su mayor atracción es recorrer en moto las playas de su alrededor, pero ello supone desembolsar un dinero que puede servir para otras cosas. Así pues, decidimos utilizar una vez más el medio de transporte más económico y que sinceramente, te permite llegar mucho más allá, fijarte en lo detalles del entorno y vivir el recorrido de una manera más profunda. 

Preparamos nuestra "lonchera" con un salteado de pollo con verduras y salimos a recorrer una pequeña parte de la costa. Muy a menudo, cuando salimos de casa decimos ¿qué nos deparará el día de hoy? No sabemos exactamente hacia donde vamos, qué es lo que veremos ni lo que encontraremos. Simplemente nos dejamos llevar por el lugar y las ganas de explorar. Lo bueno de improvisar y dejar espacio a la sorpresa es que te puedes llevar momentos más intensos y emocionantes. Y no poner demasiada expectativa en lo que vas a encontrar siempre minimizará una posible frustración o desencanto, además, muchas veces es más enriquecedor el propio camino que el final de él. 

Ésto es lo que nos pasó en San Juan del Sur, un lugar que nos brindó un paseo de costas vírgenes, con playas muy singulares y distintivas las unas de las otras, distribuidas todas ellas en pequeños golfos que te obligaban a avanzar más si querías ver la playa vecina. Poco a poco nos dimos cuenta que acercarse a la punta del golfo y superarlo significaba ver y sentir un nueva regalo del mar y la tierra.


Sus distinciones eran evidentes, pues podías encontrar playas de golfos perfectos, de piedrecitas de colores y redondeadas, otras más rectas, bien rocosas y de difícil acceso para cruzarlas. También te sorprendían pequeñas caletas dentro de una cueva donde se amontonaban todos los troncos que la fuerza del Pacífico ha ido escupiendo, y playas de arena blanca que van ganando espacio a medida que el agua va retrocediendo con la bajada de la marea. Pero todas ellas estaban compuestas por un silencio humano que dejaba espacio a la naturaleza para enamorar nuestros oídos. El sonido del viento, las olas y los arboles acomodaban nuestras emociones en un estado salvaje y puro.










No sabemos el motivo por el cual muchos de los que venimos de una vida tan ordenada, estructurada y rutinaria, llena de códigos normativos y del "todo preparado" nos atrae tanto la idea de sentirnos lo más animales posibles, como si retrocediéramos miles de años, para caminar sin seguir caminos marcados, alejados de la multitud y timando como guía nuestra parte más instintiva y sensorial, improvisando el día, descubrir lugares por nosotros mismos y llegando a ellos con nuestros propios pies. Parar dónde nos apetezca y cuando nos apetezca, agarrar un coco de la palma y comerlo, bañarnos desnudos sin ser vistos, caminar por la orilla recogiendo conchas y hacer collares con ellas, o recoger cañas secas, hacer fuego y calentar tu comida. 



A veces, no por ir a ver algún lugar de los que se considera imprescindible, del que todo el mundo habla, puedes llegar a sentir emociones difíciles de olvidar. Normalmente porque ya esperas lo que vas a ver y en consecuencia vivir, de aquí que no se deja espacio a la sorpresa, quien se encarga de intensificarlo todo. Al final, lugares poco conocidos con nadie a tu alrededor pueden convertirse en una experiencia más profunda que acabarás recordando con nostalgia.

Quizás éste día aparentemente tan simple es lo que precisamente le da el propio sentido de la experiencia, vivir sencillamente, "sin azucares añadidos", sin dependencias. Quizás lo más parecido a aquel concepto que a veces subestimamos...la libertad. 



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